Por fin
llegó el día de la inducción y fui tranquila al hospital. Sabía a
lo que iba, que iba a ser duro y que era cuestión de tiempo que
llegase el momento de tenerte entre mis brazos. Y, sobre todo, que
todo el esfuerzo iba a merecer la pena... por mucho que doliese.
Después de
ponerme una vía, nos llevaron a una habitación privada y recién
reformada y nos explicaron que íbamos a estar allí hasta que el
primer medicamento hiciese efecto. Tiempo estimado, 24 horas.
Y allí
estuvimos el primer día: dando paseos con aita, subiendo y bajando
las escaleras del hospital, aguantando las contracciones, viendo la
tele en la sala de espera del fondo del pasillo, mandando mensajes
con el móvil... Esa misma noche, y a pesar de que aquello empezaba a
doler, sólo había dilatado 2 centímetros. Conseguí dormir
bastante bien, a pesar de lo incómoda que estaba y, a la mañana
siguiente, tras una ducha y un desayuno, nos bajaron a la sala de
dilatación para empezar con la siguiente etapa de la inducción.
Iba todo muy
lento y la doctora nos dijo que lo ideal sería romper la bolsa
porque así tú mismo empujarías hacia abajo y el parto avanzaría,
pero cuando intentaron romperla no podía soportar el dolor... aunque
lo intenté, te lo prometo. Así que me llevaron a ponerme la
epidural y, aunque reconozco que yo no tenía mucha fe en ella, hizo
efecto. Dejé de sentir el dolor de las contracciones, pudieron
romper la bolsa y empecé a dilatar algo más... aunque todo seguía
siendo muy lento.
Tengo un
buen recuerdo porque me reí mucho. A carcajadas. Tanto que tenía
que sujetarme la tripa para que no me molestase. La matrona era una
antigua compañera de la ikastola y pasamos horas recordando
historias de la adolescencia. Coincidió que no había nadie más en
todo el paritorio y todas las matronas y doctoras estaban pendientes
de nosotros.
Pero a eso
de las 8 de la tarde, las contracciones empezaron a doler. Primero un
poco. Luego mucho. Y la matrona me dijo que teniendo en cuenta que
aún faltaba mucho para dilatar del todo y que tenía puesto el
catéter de la epidural, que era una tontería sufrir.
Ahí empezó
el desastre.
Estaba
tumbada boca arriba y, para poder administrármela, me giraron un
poco hacia la izquierda. Me explicaron que al ponerla podía sentir
un poco de frío, que era normal... y en ese preciso instante sentí
dolor en la frente. Un dolor que bajó en cuestión de segundos hacia
el cuello y empecé a no poder respirar.
No recuerdo
bien el orden exacto de lo que sucedió después, pero sí sé que
dolía, que se me saltó la vía y sangraba por la muñeca izquierda,
que estaba rodeada de médicos, enfermeras, matronas y celadores. Que
todo el mundo tenía cara de no entender lo que pasaba. Temblaba.
Intentaban ponerme vías y no podían porque era incapaz de parar de
temblar. Escuché a alguien decir que tenía más de 41 de fiebre.
Tuvieron que dejar de administrarme la epidural porque no sabían qué
estaba pasando, así que las contracciones empezaron a ser
insoportables. Me dijeron que me iban a dar una mascarilla con una
especie de anestésico para tratar de calmar un poco el dolor...
quizá ayudó, pero dolía tanto que me quería morir.
Y yo sólo
pensaba en ti. En cómo estarías tú en mi interior, si yo estaba
tan mal. La ginecóloga no paraba de repetirme “tranquila, tu bebé
está bien” pero yo no la creía. Escuchaba el latido de tu
corazón... pero estaba aterrorizada. Quería que nacieses. Quería
que dejase de doler.
Entonces me
sacaron de la habitación y me llevaron al paritorio. Yo suplicaba
que me dejasen la mascarilla porque no podía soportar el dolor.
Intentaba respirar tranquila, concentrarme en ti y en las
contracciones que te estaban ayudando a nacer.
Me pidieron
que me cambiase de camilla, que les ayudase a pasarme de una a otra.
Lo conseguí, no sé muy bien cómo. Me pusieron las piernas en alto,
sentí cómo lo pies se apoyaban en algo y, de repente, me cambiaron
otra vez de camilla. Sin preguntar. Sin avisar.
Giré la
cabeza a la izquierda y, entre lágrimas, vi un reloj. Eran las 10 de
la noche del 4 de agosto. Mi matrona, que estaba a mi lado, me dijo
“estoy aquí, me quedo contigo” y entonces todo el mundo empezó
a correr más. La anestesista se acercó a mí, me cambió la
mascarilla y dijo “tranquila, te vamos a dormir”.
Tú naciste
10 minutos más tarde. Cesárea urgente. Yo no te vi llegar al mundo.
Desperté en
una habitación enorme. No sabía dónde estaba. Sentía algo en la
garganta y no me podía mover. Cada vez que intentaba abrir los ojos,
alguien se acercaba y me decía “duérmete”. Poco a poco fui
entendiendo que no me podía mover porque estaba atada a la cama y
que lo que sentía en la boca era un tubo: no podía respirar, pero
no me ahogaba. Extraña sensación.
Por fin
conseguí mantener los ojos abiertos y oí que alguien decía que me
había despertado demasiado pronto. Yo movía las manos, intentaba
tocar la tripa para ver si aún estabas ahí, pero no llegaba.
Entonces una enfermera se acercó, debió de entender lo que estaba
intentando hacer y me dijo “¿te quieres tocar la tripa?, ¿quieres
saber qué ha pasado?”. Asentí con la cabeza y su respuesta fue
“ahora viene tu marido y te lo cuenta”.
Y pensé que
te habías muerto...
No sé
cuánto tiempo pasó, pero vinieron a explicarme que había
despertado antes de lo esperado y que por eso aún estaba intubada.
Para quitarme el tubo tuvieron que quitarme un calmante y, aunque
supongo que no tardaron nada, fue horrible y angustioso: parecía que
me estaban sacando los pulmones por la boca. Me pusieron una
mascarilla para ayudarme a respirar y, estando así, apareció la
ginecóloga.
Se sentó al
lado de mi cama, me cogió de la mano y, al borde de las lágrimas,
empezó a explicarme lo que había pasado. En sus 27 años de
experiencia nunca había visto un caso así. Nada surtía efecto.
Todo se torcía. “Tuvimos que hacerte una histerectomía. Lo
siento, eres una mujer joven. Tienes 2 hijos preciosos. Era la única
solución. Te nos ibas. Casi te mueres desangrada”.
Vale. Pero
estoy viva. ¿Y mi bebé?
Fue ella
quien me dijo que estabas ingresado en la UCI. Que en teoría tú
estabas bien pero que al hacer una prueba se vio que había pérdida
de bienestar fetal y por eso la cesárea urgente.
Decir que me
quedé en shock se queda corto. Lo doctora se fue y volvió al de
poco tiempo con el jefe de neonatólogos, quien me dijo que estabas
en un tratamiento de frío para evitar posibles daños cerebrales.
Que no sabían qué clase de secuelas podías tener a largo plazo.
No se me
olvidará en la vida: “si tú te pegas un golpe en la rodilla y se
te pone morada... tienes que esperar a que baje la inflamación para
ver si esta rota o sólo es un golpe, ¿verdad?; pues es lo mismo,
pero con el cerebro”.
Y allí me
quedé, sola en una enorme cama que se hinchaba sola, sin gafas,
aterrorizada y llorando.
Y entonces
apareció aita, con aitite, amama y osaba. Recuerdo que amama empezó
a llorar y le dije, “ama, por favor, no... que entonces empiezo
yo”. Osaba estaba blanco de la impresión y aitite no sabía ni a
dónde mirar, con todos los aparatos que me rodeaban. No recuerdo muy
bien qué me dijeron, pero al de un rato se fueron y aita se quedó
conmigo, sentado al lado de la cama. Y empezó a llorar. Me dijo que
te había visto, que llorabas como un loco, que estabas lleno de
tubos. Que los médicos le decían que esperaban que todo fuese bien,
pero que había que esperar a ver cómo evolucionabas, a ver cómo
salías “del frío”. Y que tendrían que vigilarte durante al
menos 5 años.
Yo estaba en
reanimación y las visitas eran muy cortas, así que se tuvo que
marchar, con la promesa de estar pendiente de ti y de volver a verme
por la tarde, en el siguiente horario de visitas.
Al de un
rato apareció mi matrona y me volvió a contar lo que había pasado.
Y poco después apareció la tía, con una bata de médico,
acompañada de una compañera. Habían ido a verte y te habían
sacado una foto con el móvil. Así te vi por primera vez... y no fue
una buena idea. Yo veía borroso porque seguía sin gafas, la
pantalla del móvil era pequeña... y sólo alcancé a ver un tubo
enorme sobre la cara de lo que parecía un bebé. Fue impactante. Y
terrorífico. “Es precioso”. “Se parece a Ixone”. Eso
decían... pero yo sólo veía un tubo.
Y lloré. Y
seguí llorando. Durante dos largos días, mi mundo se paró. Me
costaba respirar, me dolía todo y lloraba. Aita venía a verme
siempre que le dejaban y me contaba cosas de ti: me dijo que habían
tenido que sedarte porque estabas demasiado molesto por el frío.
Bueno, dormido sufrirías menos... y tal vez no notarías tanto mi
ausencia. Ese era mi consuelo.
Estuve dos
días en reanimación; cada vez aguantaba más tiempo despierta,
aunque seguía necesitando apoyo para respirar y tuvieron que hacerme
más transfusiones de sangre.
El día 6,
por la tarde, por fin me cambiaron de pabellón: estaba en el mismo
edificio que tú, una planta más abajo. Mi doctor me dijo que no le
gustaba sacarme tan pronto de reanimación, pero que pensaba que
estar tanto tiempo sola me estaba haciendo mal, que necesitaba estar
respaldada por mi familia... y yo sólo pensaba que así quizá
lograría verte.
Tras un
doloroso paseo en ambulancia, llegué a la que iba a ser mi
habitación durante más de una semana. Allí, y con ayuda de aita,
conseguí levantarme de la cama y sentarme en una silla, y a pesar de
que me habían dicho que hasta el día siguiente no me dejaban
moverme, aparecieron dos ginecólogas y me dijeron “¿quieres ir a
ver a tu bebé?”. Por supuesto.
Vino un
celador a buscarme y, vestida tan solo con el camisón de tela del
hospital, me senté en una silla de ruedas y aita y yo recorrimos el
pasillo, camino a neonatología.
Era un lugar
oscuro y caliente. Estaba lleno de bebés diminutos metidos en
incubadoras, padres angustiados y médicos que me miraban con cara de
pena. Tú estabas en la UCI, separado de los demás. Acercaron mi
silla de ruedas todo lo que pudieron a tu cama, intentando no golpear
ninguno de los tropecientos aparatos que te rodeaban... y te vi. Tan
pequeño... y tan grande. Eras inmenso, más de 4 kilos habías
pesado al nacer. Y estabas hinchado. Tenías los pies amoratados y
dormías. Me propuse no llorar... y creo que lo conseguí. O al menos
no lloré demasiado.
No te
gustaba que te tocásemos, te ponías nervioso. Tenías cables por
todas partes y máquinas que pitaban cada vez que algo iba “mal”.
Yo estaba
aterrada. Paralizada. Sólo quería cogerte en brazos, sacarte de
allí y hacer como si no hubiese pasado nada.
Aquella
primera noche, algo menos “drogada”, sin ti a mi lado... creí
morir. No podía respirar, quería echar a correr y no parar. Aita
estuvo a mi lado toda la noche, ayudándome a serenarme cuando me
quedaba sin respiración. No fue larga, fue eterna. Así fueron los
siguientes 8 días, que fueron los que pasé ingresada intentando
recuperarme físicamente.
Subíamos a
verte todos los días mínimo 3 veces y nos quedábamos contigo todo
lo que mi maltrecho cuerpo me permitía. Hablábamos con los médicos
esperando que nos dijesen “está estupendo, podéis llevároslo a
casa”... y sólo decían “hay que esperar, parece que todo va
bastante bien”.
Pasaste 4
días “congelado”. Intentaron calentarte al tercer día pero tu
cerebro empezó a mandar señales de aviso y decidieron alargarlo un
día más. Fue como si volviésemos a la casilla de salida, horrible.
Pero al día siguiente llegó el momento, y por fin te sacaron del
frío. Tus pies dejaron de estar amoratados, aunque seguías sedado.
Los médicos seguían sin decirnos nada seguro, porque era imposible
saber qué pasaría. La incertidumbre hacía aún más duro verte
allí, en tu cama de metacrilato, lleno de tubos, vendas, agujas y
aparatos.
Yo fui
mejorando poco a poco. Los médicos estaban sorprendidos de lo rápida
que era mi evolución, dadas las circunstancias. Poco a poco dejé de
usar la silla de ruedas y me atreví a recorrer a pie el largo
pasillo hasta el ascensor que nos llevaba a neonatos.
Cada vez
aguantaba más tiempo a tu lado, sujetándote la manita y cantándote
al oído. Te hablaba de cómo era la calle, de tu hermana, de las
cosas que íbamos a hacer juntos cuando por fin vinieses a casa, de
cómo era tu cuarto... de cualquier cosa, con tal de que me
sintieses a tu lado.
En los días
que estuve ingresada, no pude cogerte. Ni darte de comer. Ni
cambiarte el pañal. Tuve que ver cómo las personas que te estaban
cuidando se encargaban de hacer lo que yo deseaba y no podía.
Y llegó el
temido día en el que me dieron el alta. A mí. Aita y yo salimos del
que había sido mi cuarto y subimos a la UCI a estar contigo más de
tres horas seguidas. Pero tuvimos que marcharnos a casa, dejándote
allí. Solo. Y aunque sabía que estabas bien cuidado y que iba a
volver a verte en cuestión de horas, el viaje a casa en aquel taxi
fue absolutamente espantoso.
Esa misma
tarde, después de llorar a mares en casa y tratar de descansar,
volvimos a la UCI; era la hora de la toma, en la que aprovechaban a
cambiarte de postura y ponerte un nuevo pañal... pero estabas
histérico. Llorabas, gritabas y te retorcías tanto que acabaste
arrancándote la sonda y la vía que tenías en la mano derecha. Las
enfermeras intentaron de todo para calmarte pero, pasados unos 20
minutos, una de ellas me dijo que ya no sabían qué hacer contigo y
si te quería coger, aprovechando que tenías menos cosas
conectadas... y llegó el día, por fin, en que pude sostenerte entre
mis brazos.
Con la
mascarilla que te tapaba toda la cara, el horrible gorro naranja que
la sujetaba, los electrodos y no sé cuántos cables más. Pero en
mis brazos. Y, aunque te costó bastante relajarte, a base de besos,
mimos y canciones te tranquilizaste. Y así estuvimos más de una
hora, acunándonos mutuamente.
Fueron días
de viajes constantes: de casa al hospital y del hospital a casa.
Intentábamos marcharnos cuando te quedabas dormido... o al menos
tranquilo. Y una mañana, en la que por casualidad aita entró por
una puerta y yo por otra, ocurrió lo que llevaba más de una semana
deseando: te vi la cara. Sin tubo, sin mascarilla, casi sin cables.
Tu preciosa cara. Tu naricita. Tus grandes ojos. Tú.
Seguías en
la UCI, ahora en una incubadora, pero al fin te habían quitado el
apoyo para respirar y allí estabas, atento a todo. Te hablé, te
acaricié, te sonreí, te hice docenas de fotos, te grabamos en
vídeo. Y, dentro de lo que cabe, salimos felices de allí. Felices
porque poco a poco veíamos la luz al final del túnel.
En los días
posteriores, que se nos hicieron eternos, te pasaron a una incubadora
“normal” y luego te sacaron de la UCI. Entonces empezamos a poder
cogerte en brazos, a darte el biberón (tardabas más de una hora y
media en comer, se te juntaban las tomas), a cambiarte el pañal y a
achucharte todo lo que queríamos.
Una mañana
en la que fui a verte, como cada día, te encontré totalmente
desnudo dentro de tu incubadora. Tenías el culete en carne viva y,
para que estuvieses más cómodo, te habían dejado sin pañal dentro
de la incubadora, acostado sobre un empapador. Pero te habías hecho
pis y estaba todo salpicado. Cuando fui a avisarles, me dijeron que
te cogiese en brazos, que tenían un sorpresa... ya no volviste a la
incubadora. Te dejaron en una simple cunita de hospital, que sería
tu cama hasta que viniste a tu cuna de verdad, en casa.
Ya
respirabas bien, cada día estabas más fuerte y, aunque seguías
tardando una barbaridad en comer, por fin dejaron de alimentarte con
sonda. Los médicos seguían sin “mojarse”, no nos decían cuándo
podrías irte a casa ni si tendrías secuelas a corto o largo
plazo... sólo que, aparentemente, estabas bastante bien.
Fue eterno,
agotador y doloroso... pero el día llegó: el día en el que nos
dijeron que te iban a dar el alta. La noche anterior me quedé
contigo hasta las 23:00, te di la toma de las 21:00 y estuve contigo
hasta que te quedaste dormido. Al llegar a casa comprobé que estaba
todo listo y me fui a dormir, sabiendo que sería la última noche en
casa sin ti.
El día del
alta aita no pudo entrar conmigo a neonatos porque estaba constipado,
pero estaba fuera esperándonos. Tus médicos me dijeron que la
neuróloga quería hablar conmigo antes de que nos marchásemos, de
modo que estuvimos esperándola. Te exploró y, contigo en mis
brazos, me explicó todas las posibles secuelas: parálisis cerebral,
epilepsia, déficit en el desarrollo motor... y yo te miraba,
dormido, precioso... y me quería morir... quería gritarle al mundo
que no era justo, que te merecías estar bien, que eras un
luchador... pero había que esperar. El tiempo diría si estabas
bien... o mal. Nos quedaban años de visitas médicas, pruebas y
revisiones por delante.
Pero, fuese
como fuese, ese día no saldría de allí sin ti. Te quitaron todos
los cables, tu puse tu ropita, te cogí entre mis brazos... y te
saqué de neonatos. Sentiste la luz del sol por primera vez. El aire
en tu cuerpecito. El sonido del mundo real. Tenías 17 días... y por
fin te trajimos a casa.