domingo, 14 de septiembre de 2014

Tu llegada al mundo.

Por fin llegó el día de la inducción y fui tranquila al hospital. Sabía a lo que iba, que iba a ser duro y que era cuestión de tiempo que llegase el momento de tenerte entre mis brazos. Y, sobre todo, que todo el esfuerzo iba a merecer la pena... por mucho que doliese.
Después de ponerme una vía, nos llevaron a una habitación privada y recién reformada y nos explicaron que íbamos a estar allí hasta que el primer medicamento hiciese efecto. Tiempo estimado, 24 horas.
Y allí estuvimos el primer día: dando paseos con aita, subiendo y bajando las escaleras del hospital, aguantando las contracciones, viendo la tele en la sala de espera del fondo del pasillo, mandando mensajes con el móvil... Esa misma noche, y a pesar de que aquello empezaba a doler, sólo había dilatado 2 centímetros. Conseguí dormir bastante bien, a pesar de lo incómoda que estaba y, a la mañana siguiente, tras una ducha y un desayuno, nos bajaron a la sala de dilatación para empezar con la siguiente etapa de la inducción.
Iba todo muy lento y la doctora nos dijo que lo ideal sería romper la bolsa porque así tú mismo empujarías hacia abajo y el parto avanzaría, pero cuando intentaron romperla no podía soportar el dolor... aunque lo intenté, te lo prometo. Así que me llevaron a ponerme la epidural y, aunque reconozco que yo no tenía mucha fe en ella, hizo efecto. Dejé de sentir el dolor de las contracciones, pudieron romper la bolsa y empecé a dilatar algo más... aunque todo seguía siendo muy lento.
Tengo un buen recuerdo porque me reí mucho. A carcajadas. Tanto que tenía que sujetarme la tripa para que no me molestase. La matrona era una antigua compañera de la ikastola y pasamos horas recordando historias de la adolescencia. Coincidió que no había nadie más en todo el paritorio y todas las matronas y doctoras estaban pendientes de nosotros.
Pero a eso de las 8 de la tarde, las contracciones empezaron a doler. Primero un poco. Luego mucho. Y la matrona me dijo que teniendo en cuenta que aún faltaba mucho para dilatar del todo y que tenía puesto el catéter de la epidural, que era una tontería sufrir.
Ahí empezó el desastre.
Estaba tumbada boca arriba y, para poder administrármela, me giraron un poco hacia la izquierda. Me explicaron que al ponerla podía sentir un poco de frío, que era normal... y en ese preciso instante sentí dolor en la frente. Un dolor que bajó en cuestión de segundos hacia el cuello y empecé a no poder respirar.
No recuerdo bien el orden exacto de lo que sucedió después, pero sí sé que dolía, que se me saltó la vía y sangraba por la muñeca izquierda, que estaba rodeada de médicos, enfermeras, matronas y celadores. Que todo el mundo tenía cara de no entender lo que pasaba. Temblaba. Intentaban ponerme vías y no podían porque era incapaz de parar de temblar. Escuché a alguien decir que tenía más de 41 de fiebre. Tuvieron que dejar de administrarme la epidural porque no sabían qué estaba pasando, así que las contracciones empezaron a ser insoportables. Me dijeron que me iban a dar una mascarilla con una especie de anestésico para tratar de calmar un poco el dolor... quizá ayudó, pero dolía tanto que me quería morir.
Y yo sólo pensaba en ti. En cómo estarías tú en mi interior, si yo estaba tan mal. La ginecóloga no paraba de repetirme “tranquila, tu bebé está bien” pero yo no la creía. Escuchaba el latido de tu corazón... pero estaba aterrorizada. Quería que nacieses. Quería que dejase de doler.
Entonces me sacaron de la habitación y me llevaron al paritorio. Yo suplicaba que me dejasen la mascarilla porque no podía soportar el dolor. Intentaba respirar tranquila, concentrarme en ti y en las contracciones que te estaban ayudando a nacer.
Me pidieron que me cambiase de camilla, que les ayudase a pasarme de una a otra. Lo conseguí, no sé muy bien cómo. Me pusieron las piernas en alto, sentí cómo lo pies se apoyaban en algo y, de repente, me cambiaron otra vez de camilla. Sin preguntar. Sin avisar.
Giré la cabeza a la izquierda y, entre lágrimas, vi un reloj. Eran las 10 de la noche del 4 de agosto. Mi matrona, que estaba a mi lado, me dijo “estoy aquí, me quedo contigo” y entonces todo el mundo empezó a correr más. La anestesista se acercó a mí, me cambió la mascarilla y dijo “tranquila, te vamos a dormir”.
Tú naciste 10 minutos más tarde. Cesárea urgente. Yo no te vi llegar al mundo.
Desperté en una habitación enorme. No sabía dónde estaba. Sentía algo en la garganta y no me podía mover. Cada vez que intentaba abrir los ojos, alguien se acercaba y me decía “duérmete”. Poco a poco fui entendiendo que no me podía mover porque estaba atada a la cama y que lo que sentía en la boca era un tubo: no podía respirar, pero no me ahogaba. Extraña sensación.
Por fin conseguí mantener los ojos abiertos y oí que alguien decía que me había despertado demasiado pronto. Yo movía las manos, intentaba tocar la tripa para ver si aún estabas ahí, pero no llegaba. Entonces una enfermera se acercó, debió de entender lo que estaba intentando hacer y me dijo “¿te quieres tocar la tripa?, ¿quieres saber qué ha pasado?”. Asentí con la cabeza y su respuesta fue “ahora viene tu marido y te lo cuenta”.
Y pensé que te habías muerto...
No sé cuánto tiempo pasó, pero vinieron a explicarme que había despertado antes de lo esperado y que por eso aún estaba intubada. Para quitarme el tubo tuvieron que quitarme un calmante y, aunque supongo que no tardaron nada, fue horrible y angustioso: parecía que me estaban sacando los pulmones por la boca. Me pusieron una mascarilla para ayudarme a respirar y, estando así, apareció la ginecóloga.
Se sentó al lado de mi cama, me cogió de la mano y, al borde de las lágrimas, empezó a explicarme lo que había pasado. En sus 27 años de experiencia nunca había visto un caso así. Nada surtía efecto. Todo se torcía. “Tuvimos que hacerte una histerectomía. Lo siento, eres una mujer joven. Tienes 2 hijos preciosos. Era la única solución. Te nos ibas. Casi te mueres desangrada”.
Vale. Pero estoy viva. ¿Y mi bebé?
Fue ella quien me dijo que estabas ingresado en la UCI. Que en teoría tú estabas bien pero que al hacer una prueba se vio que había pérdida de bienestar fetal y por eso la cesárea urgente.
Decir que me quedé en shock se queda corto. Lo doctora se fue y volvió al de poco tiempo con el jefe de neonatólogos, quien me dijo que estabas en un tratamiento de frío para evitar posibles daños cerebrales. Que no sabían qué clase de secuelas podías tener a largo plazo.
No se me olvidará en la vida: “si tú te pegas un golpe en la rodilla y se te pone morada... tienes que esperar a que baje la inflamación para ver si esta rota o sólo es un golpe, ¿verdad?; pues es lo mismo, pero con el cerebro”.
Y allí me quedé, sola en una enorme cama que se hinchaba sola, sin gafas, aterrorizada y llorando.
Y entonces apareció aita, con aitite, amama y osaba. Recuerdo que amama empezó a llorar y le dije, “ama, por favor, no... que entonces empiezo yo”. Osaba estaba blanco de la impresión y aitite no sabía ni a dónde mirar, con todos los aparatos que me rodeaban. No recuerdo muy bien qué me dijeron, pero al de un rato se fueron y aita se quedó conmigo, sentado al lado de la cama. Y empezó a llorar. Me dijo que te había visto, que llorabas como un loco, que estabas lleno de tubos. Que los médicos le decían que esperaban que todo fuese bien, pero que había que esperar a ver cómo evolucionabas, a ver cómo salías “del frío”. Y que tendrían que vigilarte durante al menos 5 años.
Yo estaba en reanimación y las visitas eran muy cortas, así que se tuvo que marchar, con la promesa de estar pendiente de ti y de volver a verme por la tarde, en el siguiente horario de visitas.
Al de un rato apareció mi matrona y me volvió a contar lo que había pasado. Y poco después apareció la tía, con una bata de médico, acompañada de una compañera. Habían ido a verte y te habían sacado una foto con el móvil. Así te vi por primera vez... y no fue una buena idea. Yo veía borroso porque seguía sin gafas, la pantalla del móvil era pequeña... y sólo alcancé a ver un tubo enorme sobre la cara de lo que parecía un bebé. Fue impactante. Y terrorífico. “Es precioso”. “Se parece a Ixone”. Eso decían... pero yo sólo veía un tubo.
Y lloré. Y seguí llorando. Durante dos largos días, mi mundo se paró. Me costaba respirar, me dolía todo y lloraba. Aita venía a verme siempre que le dejaban y me contaba cosas de ti: me dijo que habían tenido que sedarte porque estabas demasiado molesto por el frío. Bueno, dormido sufrirías menos... y tal vez no notarías tanto mi ausencia. Ese era mi consuelo.
Estuve dos días en reanimación; cada vez aguantaba más tiempo despierta, aunque seguía necesitando apoyo para respirar y tuvieron que hacerme más transfusiones de sangre.
El día 6, por la tarde, por fin me cambiaron de pabellón: estaba en el mismo edificio que tú, una planta más abajo. Mi doctor me dijo que no le gustaba sacarme tan pronto de reanimación, pero que pensaba que estar tanto tiempo sola me estaba haciendo mal, que necesitaba estar respaldada por mi familia... y yo sólo pensaba que así quizá lograría verte.
Tras un doloroso paseo en ambulancia, llegué a la que iba a ser mi habitación durante más de una semana. Allí, y con ayuda de aita, conseguí levantarme de la cama y sentarme en una silla, y a pesar de que me habían dicho que hasta el día siguiente no me dejaban moverme, aparecieron dos ginecólogas y me dijeron “¿quieres ir a ver a tu bebé?”. Por supuesto.
Vino un celador a buscarme y, vestida tan solo con el camisón de tela del hospital, me senté en una silla de ruedas y aita y yo recorrimos el pasillo, camino a neonatología.
Era un lugar oscuro y caliente. Estaba lleno de bebés diminutos metidos en incubadoras, padres angustiados y médicos que me miraban con cara de pena. Tú estabas en la UCI, separado de los demás. Acercaron mi silla de ruedas todo lo que pudieron a tu cama, intentando no golpear ninguno de los tropecientos aparatos que te rodeaban... y te vi. Tan pequeño... y tan grande. Eras inmenso, más de 4 kilos habías pesado al nacer. Y estabas hinchado. Tenías los pies amoratados y dormías. Me propuse no llorar... y creo que lo conseguí. O al menos no lloré demasiado.
No te gustaba que te tocásemos, te ponías nervioso. Tenías cables por todas partes y máquinas que pitaban cada vez que algo iba “mal”.
Yo estaba aterrada. Paralizada. Sólo quería cogerte en brazos, sacarte de allí y hacer como si no hubiese pasado nada.
Aquella primera noche, algo menos “drogada”, sin ti a mi lado... creí morir. No podía respirar, quería echar a correr y no parar. Aita estuvo a mi lado toda la noche, ayudándome a serenarme cuando me quedaba sin respiración. No fue larga, fue eterna. Así fueron los siguientes 8 días, que fueron los que pasé ingresada intentando recuperarme físicamente.
Subíamos a verte todos los días mínimo 3 veces y nos quedábamos contigo todo lo que mi maltrecho cuerpo me permitía. Hablábamos con los médicos esperando que nos dijesen “está estupendo, podéis llevároslo a casa”... y sólo decían “hay que esperar, parece que todo va bastante bien”.
Pasaste 4 días “congelado”. Intentaron calentarte al tercer día pero tu cerebro empezó a mandar señales de aviso y decidieron alargarlo un día más. Fue como si volviésemos a la casilla de salida, horrible. Pero al día siguiente llegó el momento, y por fin te sacaron del frío. Tus pies dejaron de estar amoratados, aunque seguías sedado. Los médicos seguían sin decirnos nada seguro, porque era imposible saber qué pasaría. La incertidumbre hacía aún más duro verte allí, en tu cama de metacrilato, lleno de tubos, vendas, agujas y aparatos.
Yo fui mejorando poco a poco. Los médicos estaban sorprendidos de lo rápida que era mi evolución, dadas las circunstancias. Poco a poco dejé de usar la silla de ruedas y me atreví a recorrer a pie el largo pasillo hasta el ascensor que nos llevaba a neonatos.
Cada vez aguantaba más tiempo a tu lado, sujetándote la manita y cantándote al oído. Te hablaba de cómo era la calle, de tu hermana, de las cosas que íbamos a hacer juntos cuando por fin vinieses a casa, de cómo era tu cuarto... de cualquier cosa, con tal de que me sintieses a tu lado.
En los días que estuve ingresada, no pude cogerte. Ni darte de comer. Ni cambiarte el pañal. Tuve que ver cómo las personas que te estaban cuidando se encargaban de hacer lo que yo deseaba y no podía.
Y llegó el temido día en el que me dieron el alta. A mí. Aita y yo salimos del que había sido mi cuarto y subimos a la UCI a estar contigo más de tres horas seguidas. Pero tuvimos que marcharnos a casa, dejándote allí. Solo. Y aunque sabía que estabas bien cuidado y que iba a volver a verte en cuestión de horas, el viaje a casa en aquel taxi fue absolutamente espantoso.
Esa misma tarde, después de llorar a mares en casa y tratar de descansar, volvimos a la UCI; era la hora de la toma, en la que aprovechaban a cambiarte de postura y ponerte un nuevo pañal... pero estabas histérico. Llorabas, gritabas y te retorcías tanto que acabaste arrancándote la sonda y la vía que tenías en la mano derecha. Las enfermeras intentaron de todo para calmarte pero, pasados unos 20 minutos, una de ellas me dijo que ya no sabían qué hacer contigo y si te quería coger, aprovechando que tenías menos cosas conectadas... y llegó el día, por fin, en que pude sostenerte entre mis brazos.
Con la mascarilla que te tapaba toda la cara, el horrible gorro naranja que la sujetaba, los electrodos y no sé cuántos cables más. Pero en mis brazos. Y, aunque te costó bastante relajarte, a base de besos, mimos y canciones te tranquilizaste. Y así estuvimos más de una hora, acunándonos mutuamente.
Fueron días de viajes constantes: de casa al hospital y del hospital a casa. Intentábamos marcharnos cuando te quedabas dormido... o al menos tranquilo. Y una mañana, en la que por casualidad aita entró por una puerta y yo por otra, ocurrió lo que llevaba más de una semana deseando: te vi la cara. Sin tubo, sin mascarilla, casi sin cables. Tu preciosa cara. Tu naricita. Tus grandes ojos. Tú.
Seguías en la UCI, ahora en una incubadora, pero al fin te habían quitado el apoyo para respirar y allí estabas, atento a todo. Te hablé, te acaricié, te sonreí, te hice docenas de fotos, te grabamos en vídeo. Y, dentro de lo que cabe, salimos felices de allí. Felices porque poco a poco veíamos la luz al final del túnel.
En los días posteriores, que se nos hicieron eternos, te pasaron a una incubadora “normal” y luego te sacaron de la UCI. Entonces empezamos a poder cogerte en brazos, a darte el biberón (tardabas más de una hora y media en comer, se te juntaban las tomas), a cambiarte el pañal y a achucharte todo lo que queríamos.
Una mañana en la que fui a verte, como cada día, te encontré totalmente desnudo dentro de tu incubadora. Tenías el culete en carne viva y, para que estuvieses más cómodo, te habían dejado sin pañal dentro de la incubadora, acostado sobre un empapador. Pero te habías hecho pis y estaba todo salpicado. Cuando fui a avisarles, me dijeron que te cogiese en brazos, que tenían un sorpresa... ya no volviste a la incubadora. Te dejaron en una simple cunita de hospital, que sería tu cama hasta que viniste a tu cuna de verdad, en casa.
Ya respirabas bien, cada día estabas más fuerte y, aunque seguías tardando una barbaridad en comer, por fin dejaron de alimentarte con sonda. Los médicos seguían sin “mojarse”, no nos decían cuándo podrías irte a casa ni si tendrías secuelas a corto o largo plazo... sólo que, aparentemente, estabas bastante bien.
Fue eterno, agotador y doloroso... pero el día llegó: el día en el que nos dijeron que te iban a dar el alta. La noche anterior me quedé contigo hasta las 23:00, te di la toma de las 21:00 y estuve contigo hasta que te quedaste dormido. Al llegar a casa comprobé que estaba todo listo y me fui a dormir, sabiendo que sería la última noche en casa sin ti.
El día del alta aita no pudo entrar conmigo a neonatos porque estaba constipado, pero estaba fuera esperándonos. Tus médicos me dijeron que la neuróloga quería hablar conmigo antes de que nos marchásemos, de modo que estuvimos esperándola. Te exploró y, contigo en mis brazos, me explicó todas las posibles secuelas: parálisis cerebral, epilepsia, déficit en el desarrollo motor... y yo te miraba, dormido, precioso... y me quería morir... quería gritarle al mundo que no era justo, que te merecías estar bien, que eras un luchador... pero había que esperar. El tiempo diría si estabas bien... o mal. Nos quedaban años de visitas médicas, pruebas y revisiones por delante.
Pero, fuese como fuese, ese día no saldría de allí sin ti. Te quitaron todos los cables, tu puse tu ropita, te cogí entre mis brazos... y te saqué de neonatos. Sentiste la luz del sol por primera vez. El aire en tu cuerpecito. El sonido del mundo real. Tenías 17 días... y por fin te trajimos a casa.