domingo, 14 de septiembre de 2014

Tu llegada al mundo.

Por fin llegó el día de la inducción y fui tranquila al hospital. Sabía a lo que iba, que iba a ser duro y que era cuestión de tiempo que llegase el momento de tenerte entre mis brazos. Y, sobre todo, que todo el esfuerzo iba a merecer la pena... por mucho que doliese.
Después de ponerme una vía, nos llevaron a una habitación privada y recién reformada y nos explicaron que íbamos a estar allí hasta que el primer medicamento hiciese efecto. Tiempo estimado, 24 horas.
Y allí estuvimos el primer día: dando paseos con aita, subiendo y bajando las escaleras del hospital, aguantando las contracciones, viendo la tele en la sala de espera del fondo del pasillo, mandando mensajes con el móvil... Esa misma noche, y a pesar de que aquello empezaba a doler, sólo había dilatado 2 centímetros. Conseguí dormir bastante bien, a pesar de lo incómoda que estaba y, a la mañana siguiente, tras una ducha y un desayuno, nos bajaron a la sala de dilatación para empezar con la siguiente etapa de la inducción.
Iba todo muy lento y la doctora nos dijo que lo ideal sería romper la bolsa porque así tú mismo empujarías hacia abajo y el parto avanzaría, pero cuando intentaron romperla no podía soportar el dolor... aunque lo intenté, te lo prometo. Así que me llevaron a ponerme la epidural y, aunque reconozco que yo no tenía mucha fe en ella, hizo efecto. Dejé de sentir el dolor de las contracciones, pudieron romper la bolsa y empecé a dilatar algo más... aunque todo seguía siendo muy lento.
Tengo un buen recuerdo porque me reí mucho. A carcajadas. Tanto que tenía que sujetarme la tripa para que no me molestase. La matrona era una antigua compañera de la ikastola y pasamos horas recordando historias de la adolescencia. Coincidió que no había nadie más en todo el paritorio y todas las matronas y doctoras estaban pendientes de nosotros.
Pero a eso de las 8 de la tarde, las contracciones empezaron a doler. Primero un poco. Luego mucho. Y la matrona me dijo que teniendo en cuenta que aún faltaba mucho para dilatar del todo y que tenía puesto el catéter de la epidural, que era una tontería sufrir.
Ahí empezó el desastre.
Estaba tumbada boca arriba y, para poder administrármela, me giraron un poco hacia la izquierda. Me explicaron que al ponerla podía sentir un poco de frío, que era normal... y en ese preciso instante sentí dolor en la frente. Un dolor que bajó en cuestión de segundos hacia el cuello y empecé a no poder respirar.
No recuerdo bien el orden exacto de lo que sucedió después, pero sí sé que dolía, que se me saltó la vía y sangraba por la muñeca izquierda, que estaba rodeada de médicos, enfermeras, matronas y celadores. Que todo el mundo tenía cara de no entender lo que pasaba. Temblaba. Intentaban ponerme vías y no podían porque era incapaz de parar de temblar. Escuché a alguien decir que tenía más de 41 de fiebre. Tuvieron que dejar de administrarme la epidural porque no sabían qué estaba pasando, así que las contracciones empezaron a ser insoportables. Me dijeron que me iban a dar una mascarilla con una especie de anestésico para tratar de calmar un poco el dolor... quizá ayudó, pero dolía tanto que me quería morir.
Y yo sólo pensaba en ti. En cómo estarías tú en mi interior, si yo estaba tan mal. La ginecóloga no paraba de repetirme “tranquila, tu bebé está bien” pero yo no la creía. Escuchaba el latido de tu corazón... pero estaba aterrorizada. Quería que nacieses. Quería que dejase de doler.
Entonces me sacaron de la habitación y me llevaron al paritorio. Yo suplicaba que me dejasen la mascarilla porque no podía soportar el dolor. Intentaba respirar tranquila, concentrarme en ti y en las contracciones que te estaban ayudando a nacer.
Me pidieron que me cambiase de camilla, que les ayudase a pasarme de una a otra. Lo conseguí, no sé muy bien cómo. Me pusieron las piernas en alto, sentí cómo lo pies se apoyaban en algo y, de repente, me cambiaron otra vez de camilla. Sin preguntar. Sin avisar.
Giré la cabeza a la izquierda y, entre lágrimas, vi un reloj. Eran las 10 de la noche del 4 de agosto. Mi matrona, que estaba a mi lado, me dijo “estoy aquí, me quedo contigo” y entonces todo el mundo empezó a correr más. La anestesista se acercó a mí, me cambió la mascarilla y dijo “tranquila, te vamos a dormir”.
Tú naciste 10 minutos más tarde. Cesárea urgente. Yo no te vi llegar al mundo.
Desperté en una habitación enorme. No sabía dónde estaba. Sentía algo en la garganta y no me podía mover. Cada vez que intentaba abrir los ojos, alguien se acercaba y me decía “duérmete”. Poco a poco fui entendiendo que no me podía mover porque estaba atada a la cama y que lo que sentía en la boca era un tubo: no podía respirar, pero no me ahogaba. Extraña sensación.
Por fin conseguí mantener los ojos abiertos y oí que alguien decía que me había despertado demasiado pronto. Yo movía las manos, intentaba tocar la tripa para ver si aún estabas ahí, pero no llegaba. Entonces una enfermera se acercó, debió de entender lo que estaba intentando hacer y me dijo “¿te quieres tocar la tripa?, ¿quieres saber qué ha pasado?”. Asentí con la cabeza y su respuesta fue “ahora viene tu marido y te lo cuenta”.
Y pensé que te habías muerto...
No sé cuánto tiempo pasó, pero vinieron a explicarme que había despertado antes de lo esperado y que por eso aún estaba intubada. Para quitarme el tubo tuvieron que quitarme un calmante y, aunque supongo que no tardaron nada, fue horrible y angustioso: parecía que me estaban sacando los pulmones por la boca. Me pusieron una mascarilla para ayudarme a respirar y, estando así, apareció la ginecóloga.
Se sentó al lado de mi cama, me cogió de la mano y, al borde de las lágrimas, empezó a explicarme lo que había pasado. En sus 27 años de experiencia nunca había visto un caso así. Nada surtía efecto. Todo se torcía. “Tuvimos que hacerte una histerectomía. Lo siento, eres una mujer joven. Tienes 2 hijos preciosos. Era la única solución. Te nos ibas. Casi te mueres desangrada”.
Vale. Pero estoy viva. ¿Y mi bebé?
Fue ella quien me dijo que estabas ingresado en la UCI. Que en teoría tú estabas bien pero que al hacer una prueba se vio que había pérdida de bienestar fetal y por eso la cesárea urgente.
Decir que me quedé en shock se queda corto. Lo doctora se fue y volvió al de poco tiempo con el jefe de neonatólogos, quien me dijo que estabas en un tratamiento de frío para evitar posibles daños cerebrales. Que no sabían qué clase de secuelas podías tener a largo plazo.
No se me olvidará en la vida: “si tú te pegas un golpe en la rodilla y se te pone morada... tienes que esperar a que baje la inflamación para ver si esta rota o sólo es un golpe, ¿verdad?; pues es lo mismo, pero con el cerebro”.
Y allí me quedé, sola en una enorme cama que se hinchaba sola, sin gafas, aterrorizada y llorando.
Y entonces apareció aita, con aitite, amama y osaba. Recuerdo que amama empezó a llorar y le dije, “ama, por favor, no... que entonces empiezo yo”. Osaba estaba blanco de la impresión y aitite no sabía ni a dónde mirar, con todos los aparatos que me rodeaban. No recuerdo muy bien qué me dijeron, pero al de un rato se fueron y aita se quedó conmigo, sentado al lado de la cama. Y empezó a llorar. Me dijo que te había visto, que llorabas como un loco, que estabas lleno de tubos. Que los médicos le decían que esperaban que todo fuese bien, pero que había que esperar a ver cómo evolucionabas, a ver cómo salías “del frío”. Y que tendrían que vigilarte durante al menos 5 años.
Yo estaba en reanimación y las visitas eran muy cortas, así que se tuvo que marchar, con la promesa de estar pendiente de ti y de volver a verme por la tarde, en el siguiente horario de visitas.
Al de un rato apareció mi matrona y me volvió a contar lo que había pasado. Y poco después apareció la tía, con una bata de médico, acompañada de una compañera. Habían ido a verte y te habían sacado una foto con el móvil. Así te vi por primera vez... y no fue una buena idea. Yo veía borroso porque seguía sin gafas, la pantalla del móvil era pequeña... y sólo alcancé a ver un tubo enorme sobre la cara de lo que parecía un bebé. Fue impactante. Y terrorífico. “Es precioso”. “Se parece a Ixone”. Eso decían... pero yo sólo veía un tubo.
Y lloré. Y seguí llorando. Durante dos largos días, mi mundo se paró. Me costaba respirar, me dolía todo y lloraba. Aita venía a verme siempre que le dejaban y me contaba cosas de ti: me dijo que habían tenido que sedarte porque estabas demasiado molesto por el frío. Bueno, dormido sufrirías menos... y tal vez no notarías tanto mi ausencia. Ese era mi consuelo.
Estuve dos días en reanimación; cada vez aguantaba más tiempo despierta, aunque seguía necesitando apoyo para respirar y tuvieron que hacerme más transfusiones de sangre.
El día 6, por la tarde, por fin me cambiaron de pabellón: estaba en el mismo edificio que tú, una planta más abajo. Mi doctor me dijo que no le gustaba sacarme tan pronto de reanimación, pero que pensaba que estar tanto tiempo sola me estaba haciendo mal, que necesitaba estar respaldada por mi familia... y yo sólo pensaba que así quizá lograría verte.
Tras un doloroso paseo en ambulancia, llegué a la que iba a ser mi habitación durante más de una semana. Allí, y con ayuda de aita, conseguí levantarme de la cama y sentarme en una silla, y a pesar de que me habían dicho que hasta el día siguiente no me dejaban moverme, aparecieron dos ginecólogas y me dijeron “¿quieres ir a ver a tu bebé?”. Por supuesto.
Vino un celador a buscarme y, vestida tan solo con el camisón de tela del hospital, me senté en una silla de ruedas y aita y yo recorrimos el pasillo, camino a neonatología.
Era un lugar oscuro y caliente. Estaba lleno de bebés diminutos metidos en incubadoras, padres angustiados y médicos que me miraban con cara de pena. Tú estabas en la UCI, separado de los demás. Acercaron mi silla de ruedas todo lo que pudieron a tu cama, intentando no golpear ninguno de los tropecientos aparatos que te rodeaban... y te vi. Tan pequeño... y tan grande. Eras inmenso, más de 4 kilos habías pesado al nacer. Y estabas hinchado. Tenías los pies amoratados y dormías. Me propuse no llorar... y creo que lo conseguí. O al menos no lloré demasiado.
No te gustaba que te tocásemos, te ponías nervioso. Tenías cables por todas partes y máquinas que pitaban cada vez que algo iba “mal”.
Yo estaba aterrada. Paralizada. Sólo quería cogerte en brazos, sacarte de allí y hacer como si no hubiese pasado nada.
Aquella primera noche, algo menos “drogada”, sin ti a mi lado... creí morir. No podía respirar, quería echar a correr y no parar. Aita estuvo a mi lado toda la noche, ayudándome a serenarme cuando me quedaba sin respiración. No fue larga, fue eterna. Así fueron los siguientes 8 días, que fueron los que pasé ingresada intentando recuperarme físicamente.
Subíamos a verte todos los días mínimo 3 veces y nos quedábamos contigo todo lo que mi maltrecho cuerpo me permitía. Hablábamos con los médicos esperando que nos dijesen “está estupendo, podéis llevároslo a casa”... y sólo decían “hay que esperar, parece que todo va bastante bien”.
Pasaste 4 días “congelado”. Intentaron calentarte al tercer día pero tu cerebro empezó a mandar señales de aviso y decidieron alargarlo un día más. Fue como si volviésemos a la casilla de salida, horrible. Pero al día siguiente llegó el momento, y por fin te sacaron del frío. Tus pies dejaron de estar amoratados, aunque seguías sedado. Los médicos seguían sin decirnos nada seguro, porque era imposible saber qué pasaría. La incertidumbre hacía aún más duro verte allí, en tu cama de metacrilato, lleno de tubos, vendas, agujas y aparatos.
Yo fui mejorando poco a poco. Los médicos estaban sorprendidos de lo rápida que era mi evolución, dadas las circunstancias. Poco a poco dejé de usar la silla de ruedas y me atreví a recorrer a pie el largo pasillo hasta el ascensor que nos llevaba a neonatos.
Cada vez aguantaba más tiempo a tu lado, sujetándote la manita y cantándote al oído. Te hablaba de cómo era la calle, de tu hermana, de las cosas que íbamos a hacer juntos cuando por fin vinieses a casa, de cómo era tu cuarto... de cualquier cosa, con tal de que me sintieses a tu lado.
En los días que estuve ingresada, no pude cogerte. Ni darte de comer. Ni cambiarte el pañal. Tuve que ver cómo las personas que te estaban cuidando se encargaban de hacer lo que yo deseaba y no podía.
Y llegó el temido día en el que me dieron el alta. A mí. Aita y yo salimos del que había sido mi cuarto y subimos a la UCI a estar contigo más de tres horas seguidas. Pero tuvimos que marcharnos a casa, dejándote allí. Solo. Y aunque sabía que estabas bien cuidado y que iba a volver a verte en cuestión de horas, el viaje a casa en aquel taxi fue absolutamente espantoso.
Esa misma tarde, después de llorar a mares en casa y tratar de descansar, volvimos a la UCI; era la hora de la toma, en la que aprovechaban a cambiarte de postura y ponerte un nuevo pañal... pero estabas histérico. Llorabas, gritabas y te retorcías tanto que acabaste arrancándote la sonda y la vía que tenías en la mano derecha. Las enfermeras intentaron de todo para calmarte pero, pasados unos 20 minutos, una de ellas me dijo que ya no sabían qué hacer contigo y si te quería coger, aprovechando que tenías menos cosas conectadas... y llegó el día, por fin, en que pude sostenerte entre mis brazos.
Con la mascarilla que te tapaba toda la cara, el horrible gorro naranja que la sujetaba, los electrodos y no sé cuántos cables más. Pero en mis brazos. Y, aunque te costó bastante relajarte, a base de besos, mimos y canciones te tranquilizaste. Y así estuvimos más de una hora, acunándonos mutuamente.
Fueron días de viajes constantes: de casa al hospital y del hospital a casa. Intentábamos marcharnos cuando te quedabas dormido... o al menos tranquilo. Y una mañana, en la que por casualidad aita entró por una puerta y yo por otra, ocurrió lo que llevaba más de una semana deseando: te vi la cara. Sin tubo, sin mascarilla, casi sin cables. Tu preciosa cara. Tu naricita. Tus grandes ojos. Tú.
Seguías en la UCI, ahora en una incubadora, pero al fin te habían quitado el apoyo para respirar y allí estabas, atento a todo. Te hablé, te acaricié, te sonreí, te hice docenas de fotos, te grabamos en vídeo. Y, dentro de lo que cabe, salimos felices de allí. Felices porque poco a poco veíamos la luz al final del túnel.
En los días posteriores, que se nos hicieron eternos, te pasaron a una incubadora “normal” y luego te sacaron de la UCI. Entonces empezamos a poder cogerte en brazos, a darte el biberón (tardabas más de una hora y media en comer, se te juntaban las tomas), a cambiarte el pañal y a achucharte todo lo que queríamos.
Una mañana en la que fui a verte, como cada día, te encontré totalmente desnudo dentro de tu incubadora. Tenías el culete en carne viva y, para que estuvieses más cómodo, te habían dejado sin pañal dentro de la incubadora, acostado sobre un empapador. Pero te habías hecho pis y estaba todo salpicado. Cuando fui a avisarles, me dijeron que te cogiese en brazos, que tenían un sorpresa... ya no volviste a la incubadora. Te dejaron en una simple cunita de hospital, que sería tu cama hasta que viniste a tu cuna de verdad, en casa.
Ya respirabas bien, cada día estabas más fuerte y, aunque seguías tardando una barbaridad en comer, por fin dejaron de alimentarte con sonda. Los médicos seguían sin “mojarse”, no nos decían cuándo podrías irte a casa ni si tendrías secuelas a corto o largo plazo... sólo que, aparentemente, estabas bastante bien.
Fue eterno, agotador y doloroso... pero el día llegó: el día en el que nos dijeron que te iban a dar el alta. La noche anterior me quedé contigo hasta las 23:00, te di la toma de las 21:00 y estuve contigo hasta que te quedaste dormido. Al llegar a casa comprobé que estaba todo listo y me fui a dormir, sabiendo que sería la última noche en casa sin ti.
El día del alta aita no pudo entrar conmigo a neonatos porque estaba constipado, pero estaba fuera esperándonos. Tus médicos me dijeron que la neuróloga quería hablar conmigo antes de que nos marchásemos, de modo que estuvimos esperándola. Te exploró y, contigo en mis brazos, me explicó todas las posibles secuelas: parálisis cerebral, epilepsia, déficit en el desarrollo motor... y yo te miraba, dormido, precioso... y me quería morir... quería gritarle al mundo que no era justo, que te merecías estar bien, que eras un luchador... pero había que esperar. El tiempo diría si estabas bien... o mal. Nos quedaban años de visitas médicas, pruebas y revisiones por delante.
Pero, fuese como fuese, ese día no saldría de allí sin ti. Te quitaron todos los cables, tu puse tu ropita, te cogí entre mis brazos... y te saqué de neonatos. Sentiste la luz del sol por primera vez. El aire en tu cuerpecito. El sonido del mundo real. Tenías 17 días... y por fin te trajimos a casa.




viernes, 2 de agosto de 2013

Mañana es el día.

Desde que supe que estaba embarazada de ti, estuve convencida de que llegarías al mundo en agosto y por inducción. Llámalo lógica. Llámalo pálpito. Pero lo sabía.
Cierto es que te has encargado de romperme los esquemas más de una vez en estas 41 semanas largas y que en alguna ocasión pensé que quizá nacerías "a tu manera"... pero lo cierto es que estamos a 2 de agosto y mañana a estas horas estaré en el hospital, dispuesta a que me provoquen el parto.
Ayer fue la última visita al tocólogo y tras una exploración absolutamente dolorosa (alguna lagrimilla incluida, lo reconozco) en la que confirmó que la placenta y el líquido amniótico estaban bien, me dijo lo que yo deseaba oir desde hace unos cuantos días: "este niño ya no puede seguir ahí dentro". Tras descartar el ingreso esa misma tarde o incluso hoy por falta de espacio en el pabellón, nos citó para mañana a las 8:30 de la mañana. 
Y allí estaremos aita y yo. Puntuales.
Supongo que ahora toca situarse y reflexionar.
Es mi último día de embarazo. El último de toda mi vida. Mañana (o pasado), por fin podré cogerte entre mis brazos y comerte a besos. Averiguar si te pareces a aita... o a mí... o a Ixone... o a ninguno de nosotros. Saber definitivamente la gravedad de tu "malformación" y lo que implicará a corto plazo (sólo espero que no tengas que separarte de mí al nacer). Podré gritarle al mundo que mi hijo ya ha nacido. 
Creo que estoy más mentalizada que con el parto de Ixone: a fin de cuentas, esta vez sé a lo que voy y sé que "no te van a sacar". Que van a medicarme para que mi cuerpo entienda que tiene que empezar a trabajar para que nazcas, pero que el trabajo duro lo tenemos que hacer entre los 3: mi cuerpo, tú y yo.
Sé que va a ser duro, largo (espero que esta vez no tanto) y doloroso... pero también sé que puedo hacerlo; que mi cuerpo es capaz de abrirse para verte llegar al mundo y que, por muchísimo que duela, todo merecerá la pena.
Una pequeña parte de mí no quiere que nazcas porque dentro de mi tripa estás a salvo: no importa el tamaño o forma de tu colita y no tengo que pensar más allá... pero tengo tantas ganas de verte, de sentirte, de olerte, de acariciarte... de ser tu amatxu.
Mañana sé fuerte. Aguanta los meneos y las contracciones. No te enfades porque te vayamos a sacar "a la fuerza", ¿vale? Yo prometo intentar ser valiente y ponértelo lo más fácil que pueda. 
Te quiero Aday... te quiero tanto que no hay palabras en el mundo para desquibrirlo... hasta mañana mi amor.

martes, 30 de julio de 2013

¿Viste la luz?...

... ¡pues síguela!
Ayer estuve en el hospital, en una extraña aunque divertidísima consulta con el doctor Oraa. Hacía tiempo que no le veía, creo que ha estado de vacaciones, y me alegro de que vaya a ser él quien esté en estos últimos días que pasas en mi tripa, aunque sólo sea por las risas que nos echamos juntos. 
Después de tener que ir de paseo a urgencias de obstetricia porque no salía mi cita en el ordenador y no tenían aparatos para monitorizarme (podías decirle a mi útero que tenga alguna contracción cuando estoy con las correas, ¿no? aunque sólo sea una pequeñita, para dejar constancia), volví a consultas externas y estuve hablando con el doctor...
Doctor que opina que se han tenido que equivocar estimando la fecha probable de parto, porque según él todo está "demasiado bien" para estar en la semana 40+6. Ya le dije que en este caso concreto, dado el tratamiento, veo complicado que se hayan equivocado... pero él se lo pasó en grande diciéndome que te iban a dejar ahí dentro hasta el 15 de agosto... ¿¡estamos locos o qué!?
Después de divagar sobre diferentes teorías de por qué no quieres salir de mi barriga, conseguir averiguar que si quiero sobornarle voy a tener que llevarle una botella de vino tinto (que no sea de brick... ya me ha roto los esquemas) y demás tonterías que pudimos decir mientras yo, literalmente, me moría de risa, tocó la hora de la exploración... ¡y menuda exploración!
No me hizo tanto daño como la doctora en la consulta anterior, aunque luego estuve parte de la mañana sangrando un poco... ¡¡pero utilizó una linterna!! Me quedé muy flipada. Mucho. Su explicación fue que "ahí dentro está todo muy oscuro"... jajajajaja... no pretenderá que instale halógenos en mi útero, ¿no? 
Así que ahí estuvo urgando, con no sé cuantos dedos, ¡y una linterna! Creo que esperaba verte mirando hacia la luz y diciendo que no con la cabeza, en plan "¡de aquí no salgo ni a tiros!".
Conclusión: líquido amniótico y placenta, perfectos. 
Si al final va a ser culpa mía que no salgas, ¡porque soy demasiado confortable!
Me volvió a citar para el jueves y me dijo que, ese día, me dejaba elegir fecha para la inducción... ¿qué tal el viernes?

domingo, 28 de julio de 2013

Amatxu contactando con Aday.

¿Hola?, ¿estás ahí?, ¿me oyes?
Sí, sé que estás ahí porque aunque parezca increíble no paras quieto ni un segundo. Quiero creer que estás siendo formal y sigues boca abajo, pero dudo muy seriamente que estés encajado... yo más bien diría que estás haciendo piececitos con mis costillas y mis pulmones.
Mira, no te quiero preocupar pero... ¿no crees que ya es hora de que asomes la cabecita? Hace 5 días que salí de cuentas... que sí, que ya sé que 5 días no parecen tantos... si te encuentras bien y puedes hacer una vida normal. Pero a estas alturas no es el caso, la verdad. Sentada no pillo postura ni a tiros, las noches son entre horribles y absolutamente criminales, de pie tengo contracciones cada dos por tres, estoy agotada y hasta las narices de que la gente me pregunte "¿qué?, ¿ese niño cuando va a nacer?"... ¡¡¡no lo sé!!!
Mañana tenemos correas y consulta. Presupongo que te pondrás de acuerdo con mi útero para no tener ninguna contracción en ese rato para que la doctora no me crea cuando le diga que sí tengo; y también doy por hecho que me harán otro tacto, que veré las estrellas y parte de alguna galaxia lejana y todo para que me confirmen que todo está "muy verde". Imagino que, si pasa eso, me darán fecha para la inducción... pero eso es una suposición mía. 
Y digo yo... ¿no sería más fácil que salgas tú solito? Porque tú no lo sabes, pero las inducciones no son divertidas. Te va a pillar desprevenido, a la altura de mi garganta, vas a tener que aguantar unas contracciones más fuertes que las naturales y, si te pareces un poquito a tu hermana, vas a salir con un cabreo bastante serio de la que ha sido tu casa hasta ahora.
De verdad cariño, es más fácil para los dos si me pongo de parto de repente. 
Estoy intentando tomármelo con calma. Pienso que, de un modo u otro, es cuestión de días. Te hablo, te acaricio, a veces te echo la bronca por intentar atravesar mi piel a patadas y codazos... sé que tengo que disfrutar cada minuto final de este embarazo, que va a ser el último que voy a vivir, y que es increíble sentirte dentro de mí, ver cómo respondes a mis estímulos... 
Pero también va a ser increíble abrazarte por primera vez, besarte, acariciarte, olerte... y un millón de cosas que haremos juntos cuando hayas nacido.
¿Qué... te he convencido?

martes, 23 de julio de 2013

He salido de cuentas...

...aunque está claro que tú no te das por aludido.
Ayer por la tarde fue el primer día en el que tuve contracciones estando en reposo, cada 20 minutos. Si a eso le sumamos las que tengo de pie, que son muchísimas, el peso de la tripa, que no duermo nada y los 28 grados que había dentro de casa a las 6 de la mañana y que me han hecho sentarme en el sofá delante del ventilador durante un cuarto de hora...
El resultado es agotamiento puro. 
Sé que es cuestión de días, que si no quieres salir me provocarán el parto a finales de la semana que viene (más o menos) y que, pensándolo fríamente, no es tanto tiempo... pero a estas alturas se hace muuuy largo. 
Quiero que nazcas. Quiero verte la carita. Quiero poder abrazarte. Quiero darte besos. 
Quiero... quiero... ¡te quiero a ti!

viernes, 19 de julio de 2013

Una noche cualquiera.

12:00 a.m. Me voy a dormir, después de la rutinaria visita al baño a hacer pis y lavarme los dientes. Paso por la cocina y bebo agua, me echo crema en las manos y en la tripa sentada al borde de la cama. Me tumbo del lado derecho, con mi fiel compañera la almohada a la espalda y, con bastante facilidad, me quedo dormida. 
2:00 a.m. Me despierto. Me duele la cadera derecha: es como si me ardiese la parte en la que llevo apoyada las dos últimas horas. Siento la boca y la garganta como si me hubiese comido una caja de polvorones caducados. Y me hago pis, por supuesto. Me apoyo en el brazo derecho y, con mucho cuidado, me reclino para sentarme. En cuanto hago un amago de ponerme en pie, la tripa se pone dura como una piedra y tú te retuerces, como queriendo recordarme que estás ahí dentro. A ciegas, recorro el pasillo camino al baño, hago pis y luego voy a la cocina a beber como medio litro de agua de golpe. Vuelvo a recorrer mis pasos y acabo de nuevo en la cama, jurando en arameo para tumbarme... esta vez del lado izquierdo, con la almohada entre las piernas, a ver si así la cadera derecha descansa un poco. 
4:00 a.m. Me despierto, otra vez. El ardor de estómago hace que el dolor de la cadera quede en una mera anécdota. Intento dar una vuelta en la cama, sujetando la tripa con las dos manos... pero veo que es una mala idea y me quedo boca arriba, contigo espachurrándome los órganos y las costillas. Me levanto, voy al baño a hacer pis, a la cocina a beber agua... y acabo sentada al lado del microondas, con la puerta abierta para ver algo, bebiendo medio vaso de leche fría. Paso de nuevo por el baño y me mojo la nuca, la cara y parte del pelo: menos mal que amama me lo ha cortado, pero me muero de calor. Vuelvo a la cama y, para colmo, un mosquito de lo más simpático decide hacerme compañía. Intento apartarlo a manotazo limpio y, aunque creo que lo consigo, por la mañana descubro que él ganó la batalla: 5 picaduras en el brazo, 4 en las piernas y una en la espalda.
6:00 a.m. Vuelvo a despertarme. Ahora me duelen las piernas en general y los gemelos en especial. Estoy en una postura rarísima, con parte de la pierna derecha apoyada en la almohada, al igual que la tripa. El ardor de estómago ha desaparecido, pero tengo una sed brutal y ganas de hacer pis, cómo no. Oigo las campanadas del reloj de pared de la vecina y las cuento, deseando que sea una hora razonable para levantarse... pero no tengo tanta suerte. Me levanto, voy por el pasillo sujetándome la tripa y te digo que te tranquilices, que es hora de dormir. Después de la rutina pertinente de cada paseo de madrugada vuelvo a la cama, no sin antes haberme planteado muy seriamente quedarme en el sofá viendo la tele. Pero es demasiado pronto. ¿Qué hago levantada a las 6 de la mañana?
8 a.m. Veo luz. Aita no está tumbado a mi lado. Me duele todo y tengo sueño... pero no quiero seguir tumbada. Voy a beber agua, me tomo las pastillas, hago pis y veo el sol entrar por la ventana. Aita me dice que me vaya a la cama, que es pronto... creo que le pongo cara de furia. Decido quedarme levantada, que dentro de un par de horas tengo que ir al hospital a que me confirmen que sigues boca abajo. 
*9 a.m.* No es el caso, porque está "de vacaciones", pero esta sería la hora aproximada a la que tu hermana me reclamaría. 

¿Te he dicho que puedes nacer ya si quieres?

martes, 16 de julio de 2013

Mi pequeño acróbata.

Te has puesto boca abajo. Tú solo. Sin más. ¡¡Gracias cariño!!
Hasta una lagrimita se me escapó ayer, mientras me hacían la ecografía en el hospital, al decirme la doctora que estabas en una buena postura.
Parece ser que me has hecho caso y has visto que era más fácil para los dos si te dabas la vuelta: nos evitamos maniobras externas y te quedas más tiempo en mi barriga. 
Y es que después de confirmar tu postura, comprobar mediante dos tactos que el cuello de mi útero sigue intacto y monitorizarme durante una hora (¡¡pude confirmar que lo que yo creía que era una contracción lo era en realidad!!), nos dijeron que llevar a cabo una inducción no tenía sentido en la semana 38+6 y nos mandaron para casa. 
Estuve incómoda el resto del día, con alguna que otra contracción suelta y pinchazos bastante serios en la zona del pubis... pero a estas alturas todo eso es normal. 
A no ser que te dé por "asomar la cabecita" antes, el viernes volveremos al hospital a hacer otra eco, confirmar que no te has vuelto a dar la vuelta (¡¡quédate boca abajao por favor!!), monitorizar y... bueno, lo que nos manden los médicos. 
En lo que a mí respecta... ¡¡puedes salir cuando quieras!!